Por Inácio Valentim.
Darfur es hoy el ejemplo de cómo se puede vivir estando muerto. El ejemplo de cómo se puede ver la vida pasar sin que se tenga noción de que existe más allá del instante presente. Los cantos fúnebres que acompañan cada mañana, cada tarde y cada noche, son la compañía más segura de quien todavía piensa que estar vivo es también poder caminar en el desierto del sufrimiento y poder hablar consigo mismo.
El lenguaje de soledad y de abandono parece ser la expresión de quien nadie más en el mundo después de Auschwitz-Berkenau, Ruanda y Los Balcanes podrán comprender mejor que los habitantes de las tierras que la política y la religión marginalizaron. Estas almas que como retrato de un pastor viven a la espera de su suerte, oliendo el mórbido hedor de aquellos con quien antes compartían el pan y el agua; la costumbre y la tradición, el comercio y la codicia de ser lo que no son.
Darfur es también el centro donde se reafirma la supremacía del efecto biombo, donde la política dicta sus propias prioridades y donde las personas mueren, no porque son africanas como algunos nos quieren vender, sino porque África vetó la verdad sobre su propio destino.
Darfur es, en palabras de Hanna Arendt, aquel lugar donde no hay motivos para que la política exista, ya que no existe interés en proporcionar una vida buena a sus ciudadanos. Darfur es el escándalo de los tiempos modernos, no un escándalo para el mundo no africano, sino para los africanos que demuestran así su incapacidad para dirigir el destino que reclamaron. Darfur es el lugar donde la palabra libertad no tiene sentido delante de la violencia, del hambre y de la miseria humillante en todo lo que se refiere a la dignidad de la naturaleza humana. Toda libertad que permite a las moscas transformar la boca, la nariz, el cuerpo de los niños y de los adultos en un lugar propicio para su procreación no es libertad, sino una distorsión de la libertad y es una violencia contra aquellos que quieren sólo saber información y no son capaces de soportar las tristezas macabras de aquellos a los que se les ha arrebatado su humanidad.
Darfur no es sinónimo de cómo la ignorancia puede arrancar la vida, pues el hombre no precisa de Filosofía o de Teología para saber la diferencia entre el Bien y el Mal. Darfur es simplemente, como dice Walter Benjamín, la descripción de la maldad humana como una obra de arte negativa por excelencia. No son personas que mueren en aquellas tierras secas, son animales que algunos se convencieron en tratar por hombres.
Darfur es una especie de sumidero del mal africano, donde todas las aguas van a parar. Es el reflejo de las catástrofes de la República Democrática del Congo, del Chad, de Níger, de Somalia, de Etiopía, de Suazilandia, de Kenia y de la violenta Nigeria religiosa. Darfur representa la destrucción del Poder por la Fuerza sin que la Fuerza consiga substituir el Poder, y refleja también la imagen de cómo no se puede generar riqueza sin explotar a alguien. Es el espejo de cómo no se puede esperar ser valorizado en el aislamiento, ya que todo aislamiento implica renuncia. Hoy, el lenguaje que debe ser utilizado en África no puede ser aquel que antes se difundía por ideólogos como Fransfano, Mobuto… El África de hoy tiene que reconocer su culpa y retomar gran parte de los ideales de la negritud de Senghor, en una simbología donde el hombre africano podrá cantar al mismo tiempo que cultivar su pensamiento para su propio desarrollo. La imagen que África ofrece al mundo a partir de Darfur, es la imagen de un continente resignado sin amor propio y con un ethos en descomposición. Darfur ofrece exactamente los escenarios políticos, militares y sociales relatados por los largometrajes, “Hotel Ruanda”, “El Jardinero fiel”, “Diamantes de Sangre”, o “El último Rey de Escocia”. Darfur cubre negativamente las proezas electorales que África conoció en estos tiempos, de Senegal, pasando por Mauritania, Nigeria, Malí y Burkina Faso; pues los países democráticos no pueden pactar con gente que vive sólo para matar.
En un desahogo amargo, Marcur, el Sultán de los Dinca, confesó a una revista extranjera lo siguiente:
Cada hora que pasa hay vidas que ya no son. Muchas aldeas ya dejaron de existir.
Ahora ya da igual decir cerca o lejos: los Janjauid viven entre nosotros. Violan a nuestras mujeres e hijas. Roban nuestro ganado.
Estos fragmentos son testimonio de una expresión colosal de melodías fúnebres, una pincelada que muestra el ambiente el estado de la naturaleza hobesiana por excelencia y el miedo constante de la muerte violenta. Darfur es por eso el espejo del África que se quiere muerta por incompetencia. Darfur contraría también las palabras de Teodoro Adorno, que ante el atentado contra la naturaleza humana cometido con los judíos, escribió entre lágrimas, que después de Auwschwitz, nunca más se podrá escribir poemas. En Darfur, todavía se escriben poemas fúnebres con una tonalidad de superioridad de una raza y de una religión, exactamente como aconteció en Auwschwitz-Berkenau hace más de sesenta años. La literatura y la teología del sufrimiento conocen bien la imagen de aquella niña polaca que en medio de los escombros y la destrucción de la segunda gran guerra mundial dijo: “Tengo hambre, tengo frío. Cuando yo sea mayor quiero ser alemana para no tener ni hambre ni frío”. Los niños de Darfur ciertamente dirán: “Cuando seamos mayores queremos ser Árabes”.